ESCRIBIDME A
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EL GATOPARDO
Sé lo que es el sentimiento, amé mucho y en ocasiones me devolvieron dolor y soledad, pero he admirado por encima de todo la belleza, el color, la estética, los tiempos de sol de los seres que llevé en mi piel y me reconforta. Tal vez por eso, o quizá porque no puedo vivir sin ello, venero profundamente a uno de los directores del neorrealismo italiano, a un hombre al que me acerco siempre en silencio por nuestra similitud. Luchino Visconti es Dios para mí, sus Films son testamentos de mesilla de noche, y no sabría inclinarme por una sola de sus realizaciones. Son obras de arte, estudios abiertos de aprendizaje y un espejo en que en momentos puntuales de mi vida, me miro para sentirme mejor... Una de estas películas, es sin duda:
EL GATOPARDO.
(EL AUTOR)
La novela El Gatopardo, escrita por Giuseppe Tomasi di Lampedusa, está basada en la vida de su propio bisabuelo, es un canto a la dignidad frente a la muerte, frente a un mundo que agoniza y que está condenado a desaparecer, la última mirada de un hombre que sabe que el viaje de su vida le ha llevado, irremisiblemente, por caminos que nunca habría elegido recorrer, caminos donde los suyos van quedando atrás y le dejan solo frente a otros compañeros de viaje a los que ni entiende, ni le interesa lo más mínimo entender. No es extraño que Lampedusa y el maestro Visconti eligieran esta historia. Ambos pertenecían a familias aristocráticas, ambos eran seres solitarios, melancólicos y conscientes del inexorable futuro de muerte y olvido que le esperaba al mundo que les vio nacer. Palabras como dignidad o tradición tenían para ellos un profundo significado difícil de entender si no se ha nacido en ese ambiente y se ha sido educado para vivir en él. Para ellos dignidad y tradición son los pinceles con los que alguien, generación tras generación, ha ido pintado la fatalidad de su destino: contemplar antes de morir cómo todo su mundo se desmorona. El Príncipe de Salina, protagonista de El Gatopardo y referente en el que Lampedusa y Visconti se ven reflejados, ve cómo el paso del tiempo va acabando con un mundo que había muerto hace mucho tiempo, antes incluso de haber nacido. ¿Existió en realidad ese mundo, o fue una mera representación de algo que podía haber sido y nunca fue? Valores como dignidad, tradición, compromiso y honor habían sido esculpidos con letras de oro en lo más hondo de su espíritu. Sobre ellos se sustentaba su visión del mundo y su forma de vivir. Pero ¿de qué sirven esos valores en un nuevo mundo gobernado por nuevos ricos, incultos y corruptos?
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Príncipe de Lampedusa y Duque de Palma di Montechiaro, fue un hombre solitario profundamente marcado por Sicilia, la tierra donde nació, y por sus orígenes aristocráticos. Obligado a dejar la Facultad de derecho en 1915 cuando fue llamado a las armas en la Primera Guerra Mundial, fue hecho prisionero por los austríacos y recluido en un campo de concentración húngaro. Consiguió fugarse y cruzó media Europa a pie. Acabada la guerra abandonó el ejército y regresó a Sicilia, donde dedicó su vida al estudio de la literatura. Nunca había escrito hasta que, en 1954 empezó a escribir El Gatopardo, la que sería su única novela, aunque también dejó un pequeño libro de relatos, un ensayo sobre Stendhal y el inicio de la que podría haber sido su autobiografía: “Recuerdos de infancia”. En 1957, con 60 años recién cumplidos, le diagnosticaron un tumor pulmonar. Las dos editoriales a las que había enviado el manuscrito de El gatopardo, Einaudi y Mondadori, le informaron de que rechazan publicarlo. Murió tres meses después. Un año más tarde la editorial Feltrinelli edita el libro, obtiene el premio Strega, el más importante de la narrativa italiana, llegando a mas de 50 ediciones. El autor nunca llegó a verlo publicado. A su muerte se encontró un borrador inacabado en el que estaba trabajando: ”Los gatos ciegos”.... siempre se comentó que era la segunda parte de El Gatopardo.
En El Gatopardo asistimos a una doble visión de la muerte: la de ese mundo que agoniza lenta pero inexorable y la de su protagonista, el Príncipe de Salina, hombre de fuerte personalidad y carácter encerrado en la contradicción de una mente racional, práctica y metódica capaz de gobernar la vida para la que ha sido educado, y un corazón ardiente, solitario y soñador que pugna por vivir aún la vida que nunca le han dejado vivir. Ambientada en la Sicilia de mediados y finales del XIX, con la irrupción de las tropas de Garibaldi anunciando la creación de la Italia unificada, nos cuenta la historia de un hombre marcado por su pasado, un pasado que sigue vivo en él, en su familia y en todo cuanto le rodea, un hombre capaz de sentir todavía el anhelo del amor adolescente en los últimos días de su vida, un hombre que cree que “no somos más que un fugaz destello que trata de gozar el exiguo rayo de luz entre las dos tinieblas que es la vida: la que precede a la cuna y la que nos espera tras la tumba”. Convencido de que “solo tenemos derecho a odiar lo que es eterno, ese dominio donde reina para siempre la certeza”, el Príncipe de Salina asiste, fascinado, al nacimiento a la vida adulta de su joven sobrino predilecto, Tancredi, en el que se ve reflejado, y al que ama más que a sus propios hijos. La historia de amor de Tancredi con Angelina, la hija del alcalde y nuevo rico del pueblo, le hace soñar, le hace sentirse intensamente vivo. La belleza y la sensualidad de Angelina hacen que, quizá por primera vez en su vida, sienta lo que es la pasión del amor. La felicidad de su sobrino es el consuelo que siente por no haber vivido la historia de amor con Angelina que le pedía su corazón. Ese es su sacrificio, un sacrificio realmente grande si tenemos en cuenta lo que el propio Príncipe dice de su esposa a su confesor, que le ha visto ir a un burdel y quiere redimir su alma del pecado:
- “Todavía soy un hombre vigoroso, ¿cómo hago para contentarme con una mujer que, en la cama, se santigua cada vez que voy a abrazarla y que, luego, en los momentos de mayor emoción, sólo sabe decir: “¡Jesús, María!”. Cuando nos casamos eso me excitaba, pero ahora… siete hijos me ha dado, siete, pero jamás le he visto el ombligo. ¿Es justo? ¡La verdadera pecadora es ella!”-
Burt Lancaster, en el mejor papel de su vida, interpreta al Príncipe de Salina. Alain Delon a su sobrino Tancredi y Claudia Cardinale a Angélica. En una entrevista hablando sobre el rodaje de El Gatopardo, Claudia comentó que Visconti le dijo algo que todos los actores debemos saber:
-” Los ojos deben decir siempre lo que la boca no dice…”-
Vemos a Tancredi subir al vestidor del Príncipe de Salina para decirle que se va a la guerra, a luchar por Garibaldi. Es aquí donde encontramos la frase que ha hecho más famosa a esta novela: “Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”. Es fascinante la utilización de los espejos que hace aquí Visconti, jugando quizá con el sentido de esa frase: desde el inserto del rostro de Tancredi en el espejo frente al que se está afeitando el Príncipe, al espejo en el que se refleja cuando se sienta para hablar con su tío, al gran espejo frente al que se viste el Príncipe escuchándole. Ambos saben que representan un papel, que su vida y que su mundo son una ficción, que no son reales, que son un fugaz reflejo en un espejo condenado a desaparecer, un espejo en el que nos miramos preguntándonos quiénes somos, qué hacemos aquí… un espejo que, paradójicamente, nos demuestra cada día que no es posible que todo siga igual.
La historia de amor entre Tancredi y Angélica se va fraguando y al Príncipe le toca el deber de hablar con el padre de la joven: Don Calógero Sedàra, un nuevo rico sin escrúpulos ni cultura, avispado para los negocios y la política, cuya única aspiración en la vida es la de acumular riqueza. Queriendo impresionar al Príncipe, llega a decirle que su familia también desciende de un noble linaje, cuya nobleza, pendiente de unos trámites administrativos, espera poder demostrar en breve. El Príncipe, resignado, consciente de que el futuro que le espera al mundo está en manos de muchos "Don Calógero" y para complacer a su sobrino, lo organiza todo para introducir a al familia Sedára en sociedad. Para ello prepara una fiesta en su palacio. El baile es pura estética, puro Visconti...... En una de las secuencias podemos ver al Príncipe reflexionando sobre lo poco acertado que ha sido la tradición de los matrimonios endogámicos de la aristocracia, viendo a las jóvenes nobles saltar divertidas sobre un sofá, como si fuesen monos saltando enloquecidos en una jaula.
El Príncipe de Salina es un hombre consciente de que con el fin de su época, algo inevitable, al que asiste con distancia y melancolía, se acerca el momento en el que se aprovecharán de la situación los nuevos ricos, los burócratas y mediocres que harán del dinero un ideal y de la corrupción una virtud. Cansado de tanta ignominia, se refugia en su mundo interior, un mundo donde la lectura, la caza, y sobre todo la astronomía, su verdadera gran pasión, ocupan un lugar preferente. Son frecuentes los paseos que suele dar en solitario para ver y hablar con las estrellas. Perdido entre nebulosas es donde se encuentra a sí mismo. Una de las secuencias que mejor refleja la realidad y la trágica visión del mundo del Príncipe, es en la que recibe a Chevalley, un enviado oficial que viene a entregar al Príncipe la invitación para que ocupe un puesto de senador en el nuevo reino. Tras escuchar el discurso de invitación que Chevalley trae concienzudamente preparado, el Príncipe rehúsa la invitación tratando de explicarle los motivos por los que no puede aceptar el cargo de senador.... Creo que por su magnificencia, por su tristeza, verdad o por entrar de lleno en uno de los personajes mas fascinantes que ha dirigido Visconti, me permito insertarlo en su totalidad...Sencillamente !!maravilloso!!
-"Somos viejos, Chevalley, viejísimos. Hace por lo menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de unas civilizaciones tan magníficas como heterogéneas: todas ellas nos llegaron de fuera, ya completas y perfeccionadas, ninguna germinó entre nosotros, a ninguna le marcamos el tono; somos blancos como usted, o como la reina de Inglaterra, y sin embargo hace dos mil quinientos años que somos colonia. No lo digo por quejarme: en gran parte es culpa nuestra; pero no por ello nos sentimos menos despojados y exhaustos… La intención es buena, Chevalley, pero llega tarde. Hace un momento usted me hablaba de una joven Sicilia que se asoma a las maravillas del mundo moderno; a mí, en cambio, me parece más bien una centenaria a quien pasean en silla de ruedas por la Exposición Universal de Londres y no comprende nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderías de Manchester: solo anhela que la dejen dormitar de nuevo con la cabeza hundida en sus almohadas húmedas de baba y el orinal debajo de la cama… El sueño, amigo mío, es lo que más desean los sicilianos, y siempre odiarán al que pretenda despertarlos, aunque sea para traerles los mejores regalos; dicho entre nosotros, dudo de que el nuevo reino tenga demasiados regalos para nosotros entre su equipaje. Todas las expresiones sicilianas son expresiones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, nuestros escopetazos y nuestras cuchilladas son deseo de muerte… las novedades solo nos atraen cuando sentimos que están muertas, que ya no pueden producir corrientes vitales; a ello se debe asimismo ese fenómeno increíble de la creación actual, ante nuestros ojos, de unos mitos que si fueran realmente antiguos despertarían veneración, pero apenas logran ser siniestras tentativas de volver otra vez a un pasado que nos atrae precisamente porque está muerto… Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta crispación permanente de todo lo que nos rodea, incluso estos monumentos del pasado, magníficos pero incomprensibles, porque no los hemos edificado nosotros, nos asedian como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que llegaron con sus armas desde lugares desconocidos para encontrarse con nuestro sometimiento un día, nuestro odio al siguiente y nuestra incomprensión todo el tiempo, y que solo se expresaron a través de unas obras de arte cuyo sentido se nos escapa y de unos recaudadores de impuestos bien palpables cuyos esfuerzos jamás beneficiaron esta tierra; todas estas cosas han influido en nuestro carácter, que sigue estando signado por las fatalidades del mundo exterior, amén de nuestro temperamento tremendamente insular… Pertenezco a una generación infeliz, a caballo entre los viejos tiempos y los nuevos, que no se encuentra a gusto ni en éstos ni en aquéllos; Además, como ya lo habrá advertido Usted, no tengo ilusiones; ¿Qué haría conmigo el Senado, con un legislador inexperto e incapaz de engañarse a sí mismo, facultad imprescindible para cualquiera que quiera guiar a los demás?… Ahora necesitáis gente joven y ágil, que piense más en el cómo que en el por qué y sea capaz de enmascarar, quiero decir combinar, sus intereses particulares concretos con la vaguedad de unos ideales políticos… Los sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión de extraños, ya sea por el origen o por la libertad de ideas, es un ataque contra el sueño de perfección en que se hallan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con que aguardan la nada… Se ha hecho tarde, Chevalley, tenemos que ir a vestirnos para la cena. Durante unas horas debo representar el papel de un hombre civilizado"-
Vemos a la mañana siguiente como el Príncipe sale al patio del palacio a despedir al enviado Chevalley., y como éste piensa:
-"Esta situación no durará mucho; con nuestra administración, nueva, ágil, moderna, todo cambiará"-.
El Príncipe, abatido, pensaba:
-"Todo esto no debería durar; sin embargo, durará, durará siempre; el siempre humano, desde luego, un siglo, dos siglos… luego será distinto, pero peor. Nosotros hemos sido los últimos Gatopardos, los Leones, ellos serán los que ocupen nuestro lugar, serán como pequeñas hienas; y todos, Gatopardos, chacales y ovejas, seguiremos creyéndonos la sal de la tierra…”
La escena final de la película, que es totalmente diferente a la novela, refleja perfectamente lo que ha sido la vida del Príncipe: ser testigo de la muerte, una muerte a la que implora que no le haga esperar demasiado. Tras salir del baile en el que deja a la juventud y las nuevas clases sociales adineradas que, como él dice, no tienen antepasados nobles pero no tardarán en tenerlos, sale a pasear, como siempre solitario, por las calles empedradas. Su imponente figura y su impecable frac de etiqueta destacan en un paisaje en ruinas. Frente a él cruza un sacerdote que va a dar urgentemente los santos sacramentos a un enfermo. El Príncipe se arrodilla para rendir pleitesía a la muerte y habla por última vez con las estrellas, las únicas amigas que ha tenido en la vida. Las campanadas a muerto suenan cuando le vemos alejarse por un callejón hasta perderse…Todo un alarde del mas puro estilo Visconti, que a mi personalmente en cierto modo, me hizo trasportarme a las calles de Venecia bajo la peste, con un Dirk Bogarde desesperado tras la belleza, en ese marco cinematográfico sin adjetivos adecuados para calificar la obra maestra descomunal que es MUERTE EN VENECIA.
Luchino Visconti, conde de Lonate Pozzolo, coge el único libro escrito por Don Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa y Duque de Palma di Montechiaro, para dar cuerpo a sus aristócratas antecesores, que en los días de Garibaldi supieron nadar y guardar la ropa, acuñando para la posteridad la frase de los grandes hipócritas resistentes:
"Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie."
Ambos, Visconti y el escritor, sabían muy bien lo que contaban porque lo habían
mamado y el Príncipe de Salina, bien pudo ser su padre o su tío. Lo cierto es
que amparado en el conocimiento y en su maestría, el director milanés consigue
una de las grandes obras de la historia del cine y da una lección sobre el uso
político que se hace de las ideas cuando son manos poco escrupulosas quienes las
manejan. Pero el Gatopardo es más, mucho más; es la triste constatación de que
las revoluciones más animosas acaban diluyéndose en cualquier sarao a ritmo de
vals, mientras en la calle el pueblo entierra a sus muertos y lava sus heridas
con vino de dudosa graduación. El retrato de los personajes es tan perfecto que,
sin estar escrito, leemos el nombre de cada uno entre los pliegues de su frente:
Don Decadente, Don Corrupto, Doña Ambiciosa, Don Perdedor, Don Cobarde, Don
Traidor, Don Crápula............. El tiempo cae y la arena del reloj es
siciliana. En las cocinas del palacete de Donnafugatta se mezclan en las
ensaladas: verdes hojas reales, rojos rábanos garibaldinos, endibias de frufrú,
espárragos militares de ida y vuelta, aceitunas negras con sotana.... Mientras,
la tarde salta como una liebre por los cerrillos, perseguida por la muda
escopeta de Don Fabrizio. Es entonces cuando Burt Lancaster arroja lejos el
sombrero y la música de Nino Rota da entrada a una luna sin rostro.
Si
hay un director atrapado entre cielo e infierno, ese es Visconti; adorado
por muchos e inentendible para otros. Yo creo que la clave para poder
disfrutar al máximo de su cine es, sencillamente, no esperar nada concreto. Aquellos
que guiados por las brillantes críticas buscan cualquier tipo de acción,
narración, acontecimientos, intrigas, historias, grandes diálogos y, en
definitiva, cualquier elemento que dance en las obras maestras del
séptimo arte, se verán totalmente defraudados. Porque Visconti es, un
pintor de películas, y el que no vea sus Films como óleos, mejor
que no pierda su tiempo y vuele lo mas lejos posible.
El Gatopardo es un lienzo bellísimo de Luchino Visconti. Más concretamente: es uno de
esos cuadros costumbristas que hoy en día decoran las ricas paredes de los
palacios. Aunque cubierto con el polvo de los siglos, su lienzo todavía muestra
las risas, los llantos, los hermosos bailes y banquetes, a los ojos ávidos de
multitud de turistas. Durante tres horas llenas de sutiles pinceladas,
el maestro da vida al ocaso y renacimiento de la aristocracia siciliana del siglo XIX. Un claroscuro sublime, un retrato exhaustivo de los sentimientos de toda
una clase enfocados en un personaje concreto, el príncipe Di Salina, que llora
frente al espejo sabiendo cuánto ha perdido, pero para el que aparentemente nada
ha cambiado.
Brillante la banda sonora, el vestuario, la fotografía en el lento transcurrir
de sus planos. Destacaré siempre que recuerdo este film, la interpretación de
Burt Lancaster, que sustituyó a última hora a Laurence Olivier, actor por el que
el maestro apostó siempre, pero que le fué imposible dirigir por circunstancias
no aclaradas y también la obra
literaria en la que está basada la película. Todo esto unido a la siempre eficaz Claudia Cardinale y
el mediocre Alain Delon, que en manos de Visconti logra sus mejores
interpretaciones, nos abre el mausoleo de la perfección cinematográfica en una historia de muerte en vida que colorea una acuarela deliciosa del
mas grande realizador que tuvo el surrealismo italiano.
La evolución humana tiene un camino claramente trazado y en él hay un lugar para la equidad, la justicia social, y para el respeto sin distingos a la dignidad humana. Quienes se opongan a esto, entrarán en desuso y encontrarán su ocaso de manera irreversible porque, la paz y la felicidad, no son un beneplácito para unos cuantos hombres, son bienes para todos y todos habremos, un día, de acceder indefectiblemente a ellos. Para bien de la humanidad, las aristocracias son hoy apenas una minúscula colonia que se preserva viva porque, a veces las culturas se fosilizan y se acostumbran tanto a las tradiciones, que no hacen espacio para cuestionar el mantenimiento de unos especímenes que deniegan el equilibrio humano al conservar un privilegio donde, la ostentación y el derroche, en nada se compaginan con sus pobrísimos esfuerzos. Los palacios, los contemplamos en “EL GATOPARDO”- son inmensas tumbas colmadas de inútiles, para calmar el vacío interior de aquellos que no saben nada de humildad, de generosidad y menos aún de amor. Objetivas son las palabras del príncipe Fabrizio de Salina, cuando presintiendo su necesario ocaso dice:
-”Soy un exponente de la vieja clase, fatalmente comprometido con el antiguo régimen al que me ligan vínculos de descendencia y afecto. La mía es una generación a caballo entre dos mundos, pero que ya no encaja en ninguno”-
Y un impresionante recorrido de la cámara del maestro, nos entrega una de las estampas mas trágicas, tristes y decadentes de una sociedad que lucha por seguir siendo esos privilegiados trasnochados que hicieron florecer una época, entre fiestas y bailes y que solo podemos apreciar en las bien pensantes secuencias de uno de los mas grandes directores que ha dado el cine.
Sí, así es. Y es el conde Luchino Visconti quien, influenciado por su su alter ego, lo manifiesta. Y quizás sea cierto lo que se dice: "a los gatopardos y a los leones, los sustituirán chacales y alimañas", pero estos aprenderán a vivir en comunidad, lucharán por el bien común, y sabrán salir del encierro mezquino de la familia donde se visten con lujosos colores, aunque el alma siga vacía de nobles sentimientos. El maestro italiano rodeándose de lujo, con un embellecimiento que trasciende la realidad para recrear postales que reflejen el “paraíso” en el que habitaba la aristocracia de entonces, y rodada con la soberbia luz del maestro Giuseppe Rotunno, el film se propone demostrar que las dinastías, no debieron ser derribadas por el Risorgimento de la nueva Italia, donde el país se reunificaría y el poder pasaría a manos del pueblo con líderes tan notables como Giuseppe Garibaldi. Pero la evolución hacia el punto medio, de que tanto hablaba Buddha, es irreversible, y por eso, este filme lucha contra lo anacrónico y el vicio, pero la nostalgia que se respira motiva gran interés, porque en cierto modo somos aquellos que deseamos con ímpetu la abolición de toda inequidad. Recordaré siempre las palabras de Alberto Moravia cuando, aludiendo a EL GATOPARDO, decía:
-“Un velo de irrealidad nos produce enorme
placer visual, como esa atmosfera estetizante que se interpone entre nosotros y
la pantalla”-.
Suntuosa, elegante, sofisticada, con ambientación exquisita y perfecta, rica en matices y de una maravillosa unidad de estilo. Todo esto y mucho más es "El gatopardo". La película debe considerarse un auténtico corolario de los mundos viscontinianos, una amalgama de instantes y sensaciones, de pasiones y sinsabores reconocibles en este gran cineasta y que, en este film adquieren las formas más depuradas y hermosas. Es éste un film esencialmente histórico y Visconti no escatima escenas que así lo denotan, como la batalla de Palermo. Pero si algo queda claro desde los primeros compases del film, es que lo histórico no es el fundamento sino el contexto y que es la peripecia vital de Salina lo que Visconti quiere contarnos. Y será en las carnes del viejo príncipe donde hallaremos las cicatrices que expresan el hondo lamento de la película. Además de vivir profundamente desengañado, Salina es un hombre infeliz. Nadie en su familia le genera verdaderas simpatías, salvo su sobrino Alfonso, y su frustración sexual es más que ostentosa. Las conversaciones elocuentes con el padre Pirrone, las cacerías con el organista Tunero y, sobre todo, las escenas que comparte con el alcalde Sedara enfatizan progresivamente el descontento de Salina y ridiculizan a las claras un status podrido y pernicioso.
Sólo una cosa parece hacerle verdadera ilusión: el compromiso matrimonial de Alfonso con la bella Angélica, aunque su corazón siempre buscará otra dirección totalmente opuesta. Maravilloso film, cuya reflexión no ha perdido validez en absoluto con el paso del tiempo, está tan fresca como el primer día y late minuto a minuto como todas las obras de arte.
Ya a
partir de “Senso”, Luchino Visconti aborda y desnuda en sus films su
contradictorio y complejo mundo interior. La destrucción del núcleo familiar; la
decadencia de una clase social, y la degradación moral serán los ejes
básicos de sus tres indiscutibles obras maestras: “Rocco y sus hermanos”; “El
Gatopardo” y “Muerte en Venecia”.
El estallido de la revolución garibaldina obliga a Don Fabrizio (sublime Burt
Lancaster) a refugiarse con su familia en su residencia de Donnafugata. Es el
último representante de una clase social a caballo entre el viejo orden y el
nuevo que se avecina, toma conciencia lúcida de que no encaja en ninguno de los
dos. Crónica de la decadencia de una clase social, la aristocracia, y del
surgimiento de otra, la burguesía, “El Gatopardo” emerge como un inmenso fresco
histórico de una belleza apabullante, y es con diferencia uno de los mejores films de su autor
y de la propia historia del cine.
Con una dirección magistral y una puesta en escena de fuertes influencias
pictóricas, “El Gatopardo” se sustenta en un guión rico en detalles y matices, al que Visconti viste con las
mejores galas, arropado por una brillante fotografía, el
suntuoso vestuario de Piero Tosi y la inmortal partitura de Nino Rota, que
adaptó una sinfonía suya inacabada, y recuperó un vals inédito de Verdi para
regalarnos esta hermosa, lúcida y barroca reflexión sobre un mundo que se
extingue serenamente en los dulces brazos de la muerte.
En nuestras retinas quedan grabados para siempre momentos de gran cine:
La entrada de una deslumbrante Angélica en la cena de bienvenida a Donnafugata
La larga secuencia de la fiesta, momento imprescindible para comprender el sentido último de un film irrepetible.
Pero sobre todo ese momento mágico en el que un Don Fabrizio cansado y una bellísima Angélica, vestida de blanco, bailan un vals como metáfora viva de un pasado que se extingue y un futuro que ya es el presente.
Obra maestra absoluta y lección suprema de cine.
Visconti contó con su actor fetiche, Alain Delon, que en aquellos años mantenían una relación sentimental de forma esporádica, ya que Delon seguía llenando la vida de la extraordinaria actriz, Romy Schneider, haciendo doble equilibrio, que fué el motivo de la ruptura con la actriz. Nunca estuvo mejor Alain que interpretando a Tancredi, sin desechar su aportación en Rocco y sus hermanos. Visconti sabía muy bien lo que podía extraer de sus actores, hasta en esto era un maestro. Burt Lancaster borda su difícil personaje y hasta nos hace olvidar sus otras intervenciones en el cine. Forma junto a Delon y Claudia Cardinale un trío insólito, en donde saboreamos la derrota, el futuro y el amor inalcanzable. Luchino eligió a Claudia, desechando a Virna Lisi y a Natalie Wood, lo hizo porque la cierta vulgaridad siciliana de la actriz, funde por momentos el amor de dos hombres, transformándolo en el elixir de una presunta eterna juventud. Claudia Cardinale para mi y creo que para muchos cinéfilos, logra aquí una interpretación sobresaliente.
EL GATOPARDO suma drama, historia, romance y guerra. Era el octavo largometraje de Visconti, sobre un total de 14, su trabajo de mayor presupuesto y obra clave dentro de su filmografía. Focaliza la atención en la ocupación de Sicilia por Garibaldi en 1860, la celebración del plebiscito de incorporación al Reino de Piamonte-Cerdeña y la etapa de transición hasta la victoria de Pallavicino sobre Garibaldi, que afianza la monarquía de Victor Manuel II. Fabrizio Salina encarna en su persona y en la representación que ostenta de la aristocracia, el crepúsculo de una era, el inicio de nuevos tiempos, la nostalgia del pasado y la incertidumbre sobre un futuro liberado del absolutismo y asentado sobre los principios del estado constitucional. Los propósitos de pacto con la burguesía sobre repartos de influencias y poder no evitarán la marginación de la aristocracia, que se verá desplazada cada vez más del poder real. El protagonista, inmerso en un drama que comprende, pero que no puede evitar, cae en un estado de desazón e inquietud dominado por las obsesiones de la muerte, el envejecimiento, la pérdida de la juventud y el deterioro del vigor físico. Cree que los cambios inevitables se demorarán en Sicilia mucho tiempo. Su visión pesimista y desesperanzada de Sicilia, los sicilianos, los nuevos burgueses y los antiguos aristócratas, los leopardos y leones y las hienas y chacales, se da acompañada de inseguridades crecientes que ponen en tela de juicio sus opiniones iniciales. De ahí que su estado de ánimo, sometido a tensión e incertidumbre, cada vez más se asemeje al de un gigante que se derrumba. Burt Lancaster refleja todo esto en silencios, en primeros planos, en gestos y en su reacción al final, porque allí es al único lugar donde puede ir tras escuchar cada vez mas cerca los aullidos de los chacales y las hienas.
El film refleja dos discursos paralelos: el explícito, que discurre a la
vista de todos, edulcorado y plagado de disimulos, y el interior, callado,
oculto, silencioso y descarnado. No se expresa con palabras, sólo con gestos
casi imperceptibles y referencias ambientales. El baile de despedida antes del
regreso a Palermo tiene el valor de última gran celebración social de una era
que se muere. El esplendor de la fiesta destila aires de despedida de
los que se van y de bienvenida de los que llegan. La alegría aparente está
trucada de melancolía, añoranza y desgarro. Fabrizio constata que su tiempo ha
pasado. El deseo que siente por Angélica topa con la barrera de 25 años y con el muro, infranqueable para él, de las diferencias de clase.
Pocas figuras de un aristócrata son tan eminentes como la del Príncipe de Salina
en toda la larga historia del cine. Pocas figuras como la suya han sabido representar la
nostalgia del pasado que se fue, la pena por la juventud perdida, el temor a la
muerte y a la vejez inminentes y la desolación por el futuro de olvido.
Luchino Visconti volverá a contar con Burt Lancaster en “Confidencias”. El tema del temor a la muerte será tratado por el maestro en “Muerte en Venecia”, pero no volverá sobre el tema de la decadencia, el ocaso, el declive. En EL GATOPARDO no se habla de los trabajadores, sólo se les ve en planos rápidos trabajando la tierra. La revolución burguesa del XIX en general y “Il Risorgimento” italiano no cuentan con ellos, los excluyen del poder y de toda consideración relevante. La música, de Nino Rota, adapta una vieja composición original, titulada “Sinfonia sopra una canzone d’amore”, que entusiasmaba a Visconti. De carácter sinfónico, contiene cortes adaptados a la acción: Entrada de Angélica, retratos personales y composiciones singulares, como el final. También ofrece valses, polcas y mazurcas creados por Rota. Adapta un vals inédito de Verdi (“Vals brillante”) y añade dos fragmentos de “La Traviata” y uno de “Sonámbula” de Bellini. La fotografía, en color, muestra con complacencia la suntuosidad de los decorados y el vestuario, la magnificencia de las fiestas y el esplendor del baile. Ofrece composiciones inspiradas en pinturas de Eugène Delacroix y William Hogarth. En uno de los salones del Palazzo Ponteleone luce “La muerte del justo”, cuadro de Jean-Baptiste Greuze. Se puede concluir diciendo que Visconti desarrolló las cosas que mas amó del mundo, como fué la pintura la opera y la música en un retablo multicolor que atravesó todos los océanos del tiempo, y cuya roja cortina solo él supo alzarla para gloria de los que siempre amaremos esa forma única y magistral de hacer cine.
Amortajado con el frac de esa noche, Fabrizio sale de la casa dando un paseo por las calles vacías de Palermo al final de la película. Hay un retrato muy conocido de Verdi con ese mismo aspecto: frac, chistera y una bufanda de seda blanca anudada al cuello. Camina con su bastón y tan solo detiene su marcha para arrodillarse ante el paso del viático:
-“Oh estrella, mi fiel estrella, ¿cuándo te decidirás a concederme una ventura menos efímera, lejana de todo, en tu mundo de eternas certezas?”.
Escuchamos el sonido de la campana de una iglesia lejana, mientras su figura se disuelve entre el tiempo y las sombras.